El padre Miguel Angel

Con alguna frecuencia he tenido la oportunidad de conocer y tratar a personas muy buenas. Claramente con defectos y limitaciones -como todos- pero que se esfuerzan por mejorar, hasta el punto de descubrir en ellos algo más que la parte humana en sus vidas.

Conocí al padre Miguel Angel Ruiz en el ya lejano 1997, cuando por estudios me trasladé desde Guatemala hacia la Ciudad de México (el DF como se le conocía entonces).

Desde esa fecha hasta el miércoles 6 de septiembre de 2023 tuve oportunidad de tratarlo y conversar con él de muchas cosas: in multis argumentis.

En la madrugada del 7 de septiembre tuvo un infarto cerebral cuyos efectos le llevaron a que el 12 de ese mismo mes, se nos fuera donde el Creador de todo el Universo.

Fue en una fiesta de la Virgen (el dulce nombre de María) cuando Dios quiso llevárselo al Cielo, sabiendo el cariño que le tenía el padre Miguel Angel a su Madre Santísima.

Santo en lo Ordinario

El padre Miguel Angel era un hombre sencillo. Leonés, ingeniero químico, recibió la ordenación sacerdotal 1966. Tuve la suerte (“Diosidencia”) de acompañarle en su misa de acción de gracias por sus bodas de oro sacerdotales en la Basílica de Guadalupe en 2016.

Su labor sacerdotal se desarrolló principalmente en atender a personas que asistían a medios de formación en los centros del Opus Dei donde vivió.

Recuerdo verlo -en estos años-, día a día, estar disponible para oír confesiones. Realmente era admirable en este menester al que dedicaba una buena cantidad de tiempo.

Fueron décadas de constancia dedicadas a esa labor. Siguió el consejo del libro Eclesiástico (11,20-21): “Sé constante en tu oficio y vive en él y envejece en tu profesión”.

Tuve también la oportunidad de “requerir” sus servicios profesionales y he de decir que era un gran confesor que te dejaba con mucha paz y animaba a seguir adelante.

La víspera de infarto cerebral pude participar en la última Santa Misa que celebró. Siempre procuraba cuidar muy bien todo lo referido a la liturgia.

Le tenía mucha devoción a María Santísima. De hecho, le encantaba celebrar las misas de la Virgen en las que podía usar los ornamentos azules; en esas ocasiones se le veía mucho más contento.

Tenía mucho sentido del humor y se reía con una naturalidad y facilidad increíble. Y con frecuencia se reía de él mismo, manifestando así una vida interior de trato con Dios muy intensa.

Hablaba poco de él, a menos que le preguntaras. Se sabía que muchos días por las mañanas se preocupaba de visitar y atender espiritualmente a bastantes personas enfermas.

Le costaba mucho la predicación, así que ponía especial empeño en preparar las homilías y meditaciones que predicaba. También sufría especialmente para cuando le tocaba incoar los cantos de la bendición con el Santísimo, pues no tenía una voz agraciada.

Le encantaba seguir los deportes, especialmente el fútbol (era americanista de corazón) y el tenis. En los últimos tiempos se había vuelto fan de “Carlitos”, el chico revelación del tenis mundial. De hecho, estando en cuidados intensivos, estaba más o menos siguiendo la semifinal del USOpen que perdió Carlitos.

El padre Miguel Angel, pienso yo, no hizo nada extraordinario. Todo lo que hizo era algo ordinario, hecho con mucho cariño y amor a Dios.

Creo que ahí radica su santidad: se esforzaba por hacer lo ordinario de cada día, sin excusarse en sus defectos o enfermedades.

Nunca se excusó en sus más de 85 años para estar mano sobre mano “descansando” su existencia. Siempre quiso seguir trabajando en su labor, y murió, “con las botas puestas”, “la sotana puesta” diríamos, hasta el último instante.

Descanse en paz, padre Miguel Angel, y recuerde, en el Cielo, de hablar bien de nosotros, como le decía diariamente a María Santísima.