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“Siempre fiel, siempre alegre”… el hombre que “siempre estaba”.

 “Siempre fiel, siempre alegre”… el hombre que “siempre estaba”.

 

El viernes 7 de agosto enterramos a Enrique. En unos cuantos meses hubiera cumplido 87 años. Desde hacía algunas semanas se había complicado su salud después de una operación riesgosa. De hecho, ya llevaba algunos meses enfermo y se precipitó todo en las últimas tres semanas.

 

Lo conocí en 1982, y lo traté más en años posteriores. En los últimos 14 años el trato fue diario e intenso. En estos últimos años aprendí a conocerlo. Como carezco de reflexión pronta (no sé si existe la expresión), siempre tiene que pasar algo para tratar de reflexionar. Y en este caso, su muerte me ha llevado a tratar de calar más en su vida, que realmente fue ejemplar.

 

Los últimos dos meses han sido duros para mí. La enfermedad y fallecimiento de la Niña Margoth, mi bella y dedicada mamá; luego el fallecimiento de mi Madrina Reneé; unos días antes a mi mamá también se fueron al cielo dos buenos amigos: el Gordo Carbonell y Juan José Figueroa; luego fallece mi querido profesor de Universidad y asesor de tesis Angel. Y para juntar sufrimientos y males, la enfermedad y posterior fallecimiento de Enrique. Pero bueno, así ha tocado.

 

Tengo que reconocer que nunca le dije Enrique. Siempre le decía “Lic”; incluso cuando me refería a él, le llamaba por “Lic”. Así que ahora sí me tomaré la libertad de llamarle Enrique.

 

Enrique llegó a Guatemala en 1955, hace 65 años. Recién había terminado la carrera de Derecho en la Escuela Libre de Derecho en Ciudad de México (parece que sólo le faltaba la tesis, que realizó posteriormente). Se hizo muy chapín; o, mejor dicho, muy centroamericano en sus costumbres y en su modo de hablar, a pesar del cariño enorme que tenía por su tierra natal.

 

Enrique fue uno de los primeros cinco miembros del Opus Dei que vinieron a Guatemala para empezar la labor apostólica de la Obra en Centroamérica. Durante años le tocó hacer de todo para impulsar labores en la que dejó su corazón y su esfuerzo. Era el último sobreviviente de ese grupo de cinco, por lo que, con su fallecimiento, de alguna manera, se cierra una etapa.

 

Decía que Enrique tuvo que hacer de todo. Creo que una cosa que hizo muy bien fue hacer amigos. Tenía una capacidad de querer a sus amigos. Y creo que le ayudaban dos cosas: la primera era una sonrisa muy agradable que provenía de su buen sentido del humor y de su alegría -que no tiene sólo una explicación natural-; y la segunda cosa que le servía era que tenía una capacidad de acordarse de muchos detalles de sus amigos, reflejo de una memoria prodigiosa… y quizá debería añadir un tercer elemento que le ayudaba en su capacidad de hacer amigos, su constancia. Y también podríamos añadir su paciencia para escuchar … y creo que podría seguir añadiendo a las dos primeras virtudes otras que favorecían su capacidad de hacer y mantener amigos.

 

Pero quizá lo que más me impresionó de Enrique era que “siempre estaba”. Siempre estaba disponible, aunque estuviera haciendo algo -nunca estaba desocupado-; si llegabas y le decías “Lic., puede que platiquemos un minutito”, siempre te sonreía y te invitaba a pasar a platicar. Siempre disponible. Tenía la rara virtud -que he visto en pocos- de ir a visitar, semanal o quincenalmente a alguien que sabía él que lo necesitaba; a veces sólo a oír lo que tenía que decirle aquella otra persona que quizá estaba en algunos problemas, como es el caso de un señor a quien Enrique fue a visitar con una constancia proverbial. Y como “siempre estaba”, había desarrollado una capacidad de escucha muy marcada; y una facilidad para darte consejos que claramente no venían de Él, sino que, podría arriesgar a decir, era el don de Consejo del Espíritu Santo quien actuaba en él. Como ponía Alejandro en un comentario en el chat de la misa de cuerpo presente: “Que agradable es haber conocido a tan buen amigo de Dios. Gracias Lic por tus buenos consejos.”

 

¡Cómo para agradecerle a Dios el que lo hayamos podido tener cerca! Mariano, un prestigioso médico, nos puso en el chat: “Esto es lo que se conoce como olor de santidad!!”. Y pienso que sí; una santidad en lo ordinario, en lo normal, sin ningún milagro, sino día tras día de esfuerzo por conseguir tratar a Dios y trabajar bien, haciendo las cosas heroicamente sin que se note ese heroísmo, sino que es un heroísmo escondido y silencioso. Y siempre con esa alegría que le desbordaba.

 

Quizá al leer esto alguien podría pensar que Enrique no tenía defectos. Claro que los tenía, como todos. Pero sus virtudes prevalecen sobre sus defectos. Como decía alguien una vez: “con sólo ver su sonrisa ya valió la pena”.

 

Cuando recién envié el mensaje de WhatsApp de que Enrique había fallecido, apareció por la casa un buen amigo. Estaba muy cerca y decidió lanzarse. Entró hasta donde estaba Enrique en la cama y se le arrodilló, llorando a moco tendido y diciendo en voz alta: “que honor haberte tenido como ejemplo y formador”. Yo realmente quedé muy conmovido con aquella actitud de agradecimiento y dolor.

 

Pero siguiendo con las virtudes de Enrique; había comentado brevemente que era un gran contador de anécdotas. Algunas eran anécdotas ejemplares, otras sólo eran divertidas. Eso sí, siempre todas muy positivas, ya que procuraba evitar lo negativo en el hablar, sabiendo que él influía en el estado de ánimo de las personas que le escuchaban. Me topé con esta frase del chat de la misa que ejemplifica esto: “Enrique supo cómo darnos consejos y formación con su particular estilo anecdótico; siempre tenía una anécdota agradable que recordar.  Un gran hombre y ejemplo.  Dios lo tenga en su gloria.” Y así era, siempre ponía esa capacidad de recordar y de contar “bonito” al servicio de los demás.

 

Una vez cerrado el sepulcro, los poquitos que estábamos presencialmente rezábamos el Santo Rosario del día, acompañados por una treintena que seguían el entierro por Zoom (como fue con la Misa y el Velorio; aunque a la Misa se conectaron más de 200). Fui viendo una a una las lápidas de los 9 numerarios del Opus Dei que había ya allí enterrados. A todos los conocí y traté en mayor o menor medida. Algunos murieron de sorpresa como el padre Carlos Tercero a los 38 años de un infarto; otros murieron ya mayores, como el padre Antonio Rodríguez Pedrazuela, después de una vida de fidelidad y frutos de apostolado en Guatemala y Centro América, quien había alcanzado los 83 años. Debajo de cada una de las fechas de fallecimiento hay escrita una frase -en latín- de la Sagrada Escritura, que trata de resumir toda una vida. Y para mi sorpresa, la frase que yo había pensado para Enrique ya estaba usándose en Manolo: Vir fidelis multis laudábitur, el varón fiel será muy alabado. La verdad me molestó un poco que ya no estuviera en exclusiva para Enrique. Y pienso que tampoco se trata de andar repitiendo frases, ya que sólo son 12 lugares los que hay, y quedan dos vacíos. Así que me acerqué a Luis Roberto y “calladamente” se lo comenté; y me dijo: “eso mismo estaba pensando yo; pero fijate que podría usarse aquella frase que decía San Josemaría: ‘siempre fiel, siempre alegre’”. Y me gustó esa adaptación de la frase original; la frase original es más o menos así: “siempre fieles, siempre alegres, con alma y con calma”.

 

Por eso quise ponerle ese título a este post. Con el remate de “siempre estaba”. Seguro que si le mando este post a mi editora me regañaría de haber usado tres veces la misma palabra “siempre” en el título del post. Pero la verdad, Enrique se merece esos tres “siempres”: un hombre fiel, un hombre alegre y un hombre que estaba disponible.

 

No quiero terminar sin decir que sigo rezando por Enrique, pero al mismo tiempo le estoy pidiendo ya favores, para que se vaya “acostumbrando” a hacer esos pequeños milagros en cosas sencillas… ya que es un hombre que estará muy alto en el Cielo.

 

Descanse en Paz Enrique.

PS. Hoy, 21 de octubre de 2020, a más de dos meses y medio del fallecimiento de Enrique y de la publicación de este post, lo he vuelto a leer. Le he corregido tres erratas y le he añadido una nueva foto que en la anterior plataforma no me dejaba. En ella estoy con Enrique en una tertulia al aire libre en Altavista, una casa de retiros cerca de la Ciudad de Guatemala.

Lo que quería comentar era que a Enrique muchas personas le han estado pidiendo favores y pequeños milagros, en cosas de relativa importancia. Esa devoción privadísima a Enrique ha ido creciendo. Y también se ha ido especializando, para atender favores relacionados con el dinero, con las necesidades económicas de las personas e instituciones.  A Enrique le tocó conseguir mucho dinero para construir e instalar las labores apostólicas del Opus Dei en todo Centroamérica; así que lo natural es que nos eche una mano con eso.