¿Profesor, Catedrático, Maestro?

 

Cuando falleció mi papá -Don Rolando- en 2009, entre toda su parentela, preparamos un documento de unas 80 páginas con recuerdos y anécdotas. Al ser una edición casera, sólo imprimimos como 4 ó 5 ejemplares y los demás nos conformamos con tenerlo en formato digital. Con gran gusto me tocó editar y anotar ese documento hace 11 años.

 

Según me contaba mi hermana Silvia, con mucha frecuencia mi mamá -la Niña Margoth- tomaba su edición impresa y empezaba a ojear y releer cosas sobre su querido esposo; también veía con fruición las fotos que allí habíamos puesto.  En ese documento también incluimos algunos textos de amigos de Don Rolando que escribieron sobre él.

 

Con el reciente fallecimiento de la Niña Margoth decidimos hacer lo mismo que hace 11 años: escribir sus recuerdos. El trabajo ha sido bien interesante y está llegando a su fin, después de conseguir los testimonios de todos los familiares y amigos, quienes libre y generosamente han entregado sus textos para que sean publicados en ese libro.

 

Me di a la tarea de revisar lo escrito en 2009 y recopilar también lo de este año.  Fui recordando cosas que había olvidado. También me fueron llegando, poco a poco, los recuerdos de la Niña Margoth. Allí fui conociendo cosas que cada uno de los protagonistas había vivido con mi querida mamá. Han sido muchos momentos conmovedores del cariño que le tenían muchas personas a la Niña Margoth.

 

La lectura de estos recuerdos me ha servido para conectar con algunas ideas que también he vuelto a leer recientemente. Es interesante “ver crecer” a tu papá y a tu mamá -incluso a tus abuelos- con esos recuerdos. Verlos nacer, desvalidos, en una familia con alegrías, tristezas, preocupaciones, problemas y soluciones… y luego ver cómo van creciendo hasta que “apareces” tú mismo en el mundo y empiezas a ser parte de la historia de tu familia. Todo ese proceso de años, de crecimiento interior y exterior, de mejora, incluye un factor sumamente importante, que podría resumirse en una palabra: formación.

 

De hecho, cada ser humano es un ser en proceso de formación, un ser en camino, un ser que se está haciendo. Nadie nace sabiendo todo (más bien, nacemos sabiendo nada), ni pudiendo hacer todo (somos desvalidos). Cada uno hemos ido adquiriendo conocimientos, desarrollando habilidades y destrezas; hemos procurado desarrollar las potencialidades de nuestra naturaleza, y hemos tratado de llegar más allá.

 

 Y ese proceso no termina nunca. Cada uno va modelando su forma de ser y de vivir, según las decisiones que libremente va tomando. La formación va a “dar forma”, y en el fondo termina siendo una autoformación, porque uno realmente se forma cuando va asimilando lo que recibe y actuando en consecuencia, eligiendo en consecuencia; la toma de decisiones nos forma, nos configura, nos hace mejor o peor persona. La formación así vista, se convierte en autoformación, como decíamos.

 

Hace poco cayó en mi iPad un artículo que hablaba de este proceso de formación en los antiguos griegos. A este proceso le llamaban Paideia, y para ellos tenía dos vertientes:

a.       La primera era la vertiente escolar, que estaba definida por el Maestro: la didaskalós y que llevaba al saber hacer.

b.       La segunda vertiente era la del pedagogo, la del preceptor, que se tenía en casa, y procuraba formar en virtudes. Era el saber ser.

(Es bueno recordar que los griegos no formaban a los hombres libres para realizar trabajos físicos, pues para eso estaban los esclavos.)

Me entretengo un rato con el didaskalós, ese personaje que está en la escuela (Universidad) y que nos va formando en el saber hacer, en el conocimiento. Ahora tenemos muchos didaskalós, porque no hay nadie capaz de tener todos los conocimientos del “mundo mundial”.

Es divertido que en México le llaman Maestro y en Guatemala les gusta llamarlo Catedrático; yo le llamo Profesor. A mí me gusta distinguir los tres nombres. Por ejemplo, el Profesor es el que enseña; el catedrático es el que ha ganado una cátedra. Y lo distingo mucho del “Maestro” entrecomillado.

Yo veo al “Maestro” como una mezcla de profesor y pedagogo: es alguien que te ha marcado profundamente en tu vida, no sólo por el conocimiento que te ha dado, sino por la forma de hacerlo y por la vida que te ha entregado en ese proceso.

Yo creo que catalogo a tres de mis profesores como mis Maestros: con toda seguridad a Carlos Llano y a Rafael Alvira. Y también me gusta poner junto a ese duo a Miguel Alfonso Martínez-Echeverría.

Y tengo que reconocer que he tenido a grandes profesores; desde mis queridos Don Mario y Don Amilcar en el Liceo Salvadoreño; mi queridísimo y bien recordado Angel Arévalo y mi querido Julio González en la Universidad de San Carlos; hasta los varios profesores del IPADE: Carlos Rossell, Sergio Raymond-Kedilhac, por mencionar sólo a los quienes recientemente se nos han adelantado.

Pedagogos creo que he tenido también muchos, a quienes me han guiado por el camino de la virtud: empezando por Don Rolando y la Niña Margoth y mis hermanos, que siempre han sido un referente vivo para el recto actuar. Y luego mucha gente con quien me he topado en la vida, de quienes he procurado aprender mucho.

La ventaja de dedicar una buena parte de tu día a la academia te pone al alcance de la formación constante. Y si a eso sumamos las reuniones de Consejos de Administración, terminas teniendo una escuela constante, que debes saber aprovechar.

Cuando eres profesor, vas descubriendo muchas cosas sobre la materia misma que tú das. Especialmente, cuando eres profesor de escuela de negocios. Y luego, cuando conoces más particularmente a tus alumnos te das cuenta de que tienes mucho que aprenderles.

Basta tener una conversación donde le preguntes a qué se dedica y pedirle que te cuente algo de su negocio: rápidamente constatas que tienes una ignorancia (o nesciencia) “maravillosa”. Hace poco me pasó con mi querido amigo José Antonio. Nos conocimos a finales de 1982, y desde entonces hemos forjado una buena amistad, que con los años ha crecido. José Antonio es un experto en maquinaria, y tuve a bien preguntarle cómo se realiza un proceso específico de producción. A esa pregunta tomó su faceta de profesor (es un excelente profesor) y me empezó a explicar características de ese proceso, qué tipo de maquinaria se utiliza, qué materiales se requieren, que residuos genera este mismo proceso y un largo etcétera. El aprendizaje fue genial y me sentí menos “burro” que una hora antes; al mismo tiempo, volví a aprender aquello de Sócrates “sólo sé que no sé nada”.

 

El proceso de formación no termina nunca. Siempre podemos aprender más, y principalmente, siempre podemos ser mejores personas, que a fin de cuentas es más importante que saber mucho. Y no olvidar que ese proceso de mejora no terminará hasta que nos digan requiescant in pace.

 

 

 

PS. 1. Tenía este artículo incoado desde hace unas semanas, pero no había logrado terminarlo. Hoy que lo logré terminar y publicar, resulta que es el día internacional del docente… así que queda como anillo al dedo.

 

 

PS. 2. Aprovecho para comentar que este será mi último post en este blog. Pronto transferiré estos posts a una nueva locación digital, que me permitirá más versatilidad y con más capacidad para crecer.

 

En ese nuevo-viejo blog, introduciré una “novedad nueva” …  que será la “pluma invitada”. Pensé ponerle “teclado invitado” pero suena espantoso, así que preferí dejarle ese nombre de pluma invitada. De hecho, pretendo inaugurar la nueva locación (con un súper diseño) con un artículo de pluma invitada de una persona a quien le tengo muchísimo cariño.