Decidí llamar a esta serie de artículos con un nombre común, seguido de un número romano que indique el número de artículo que es. A continuación pondré el título respectivo que trata más directamente con el artículo. Por último, pondré en todos los artículos esta misma introducción para explicar estas ideas y las del siguiente párrafo.
Tuve la dicha, y gracia de Dios, de asistir el pasado sábado 27 de septiembre de 2014, en Valdebebas, Madrid, a la Beatificación del Venerable Siervo de Dios, Álvaro del Portillo y Diez de Sollano, obispo, primer Prelado del Opus Dei. Todos estos artículos girarán en torno a esta fecha y a esta actividad.
¿Por qué ir?
Antes de asistir a la beatificación de Don Álvaro, comenté con un amigo nuevo que asistiría a dicha actividad. Me hizo dos preguntas. Una de ellas me ayudó mucho personalmente. La otra, me sirvió para aclarar aspectos organizativos.
La primera pregunta que me hizo fue, «¿por qué vas a ir? No conozco a nadie que haya ido a una Beatificación». Quizá exageraba un poco al decir que no conocía a nadie, porque yo mismo había asistido a una beatificación en Roma en 1992, así que por lo menos me conocía a mi mismo.
Pero la pregunta seguía siendo válida. ¿Por qué ir? A efectos prácticos era una inversión de tiempo y dinero. Tuve que mover algunas clases que debía dar, comprar el boleto, pagar mi estancia, comida, transporte, fuera de lo ordinario. Esto, desde el punto de vista de los gastos económicos. Pero también se podría considerar desde el punto de vista de tiempo, pues prácticamente una semana dejaría de trabajar y de desarrollar mis actividades ordinarias.
Por otro lado, como lo recordaba en el primer artículo, conocí a Don Álvaro en 1979. Pocos días antes del viaje al congreso Univ de ese año, no había oído hablar de él. En esos días previos a la llegada a Roma, aprendí a quererlo, como el papá que era de los fieles del Opus Dei. Los días conviviendo con gente de américa central que conocía a Don Alvaro, y que le llamaba Padre, me enseñaron a llamarle así también, Padre -Papá-, y a empezar a quererlo.
Recuerdo una cosa simpática de ese viaje. Habíamos visitado el Santuario de Torreciudad, muy cercano a Barbastro, la ciudad donde nació San Josemaría Escrivá. El Santuario es muy bonito, y el entorno es espectacular; belleza que por sí sola lleva a Dios. Por la noche pernoctamos en un lugar que le llaman El Poblado, que según me parece recordar, fueron las barracas que usaron los albañiles que construyeron allí la presa de el Grado, que creó el «pantano» del mismo nombre, y que se ubica debajo de Torrecuidad. (Pantano le dicen en España a las presas y/o a los lagos que estas crean). La cosa es que esa noche, después de la cena, tuvimos la tradicional tertulia que se tiene como parte de la formación en las actividades del Opus Dei.
La cuestión es que ese día tuvimos tertulia con un tal señor llamado Rufino, que a mi me parecía super anciano; trato de recordar su figura, y me parece que debió de haber andado por los 60 años. En fin, la cosa es que él nos estuvo contando algunas de las cosas que hacía en aquel lugar. No tengo mucha memoria de lo que nos contó, sólo una o dos cosas que no vienen al caso del tema que aquí trato. Como era muy pequeño -muy cipote, patojo o chamaco-, casi siempre procuraba colarme en primera posición, así que ese día estuve de tertulia con Don Rufino (yo le puse el Don por respeto a la senectud) a su lado: me senté exactamente en la silla as u lado.
Don Rufino se metió mucho conmigo en esa tertulia. Ni modo, me veía todo atento y además muy jovencito. Recuerdo que en un momento determinado me hizo una pregunta que para jamás me la había planteado: «¿Tú, a cuántos de tus amigos has llevado a confesar?» Yo, inmediatamente contesté «a ninguno», porque nunca había llevado a nadie a confesar. Sencillamente, en mi colegio, cuando llegaba el sacerdote nos avisaban, y nos íbamos a confesar. Nunca se me había ocurrido llevar a nadie a confesar.
La cosa, es que al final de la tertulia, don Rufino me preguntó si iba a ir a Roma. Y le dije que sí iría. Entonces me dijo: «Hazme un favor. Cuando veas al Padre (se refería a Don Álvaro) le dices de mi parte que le mando saludos». Creo que era la primera vez que alguien me pedía algo así, por lo que me lo tomé muy en serio.
Así que, cuando estuvimos en la tertulia que describí en el primero de estos artículos, estaba con la inquietud de decirle a Don Alvaro -al Padre- que le mandaba saludes Don Rufino de Torreciudad. Por supuesto que no tuve ninguna oportunidad de decírselo durante la tertulia, así que cuando ésta terminó y Don Alvaro empezó a abandonar el recinto donde estábamos, empecé a gritarle algo así: «Padre, le manda saludes Don Rufino». Totalmente infructuoso mi intento, porque el nivel de aplausos y voces había aumentado, así que no tuve éxito.
Pero me había quedado de fondo una idea. Al Padre, en este caso Don Álvaro, es una persona a la que se le puede querer, y que hay mucha gente en diversas partes del mundo que le quieren y le quieren mucho.
Allí, como vengo diciendo, empecé a querer a Don Álvaro. Algunos años después, en 1982, Don Álvaro se convirtió también en mi papá -además de mi papá-, pues empecé a ser fiel del Opus Dei. Así que con alguna frecuencia le escribía para contarle mis cosas. El, por su parte, hablaba y predicaba para todos. Poco tiempo después, en 1984 empezó a enviar una carta mensual para todos los fieles del Opus Dei, donde iba dando indicaciones y facilitando ayuda e ideas para mejorar en la vida interior, en el trato con Dios e impulsando para que acercáramos más gente a la Iglesia y a la Obra. Fueron cartas cortas, mes a mes, durante 10 años dos meses… Además, algunas otras más largas que nos escribía sobre algún tema preciso.
Así que desde 1979, y más desde 1982, aprendí a querer a Don Álvaro.
Sólo tuve ocasión de saludarle personalmente una vez, besándole la mano, en 1983, en Guatemala.
Quizá aquí pongo ya dos razones por las que quería asistir a su beatificación. La primera es porque lo quise y lo sigo queriendo. La segunda, porque es el primer beato a quien he podido saludar personalmente.
Quizá también podría añadir que a Don Álvaro el Opus Dei, como institución, le debe muchísimo. En primer lugar los 40 años que ayudó a San Josemaría directamente. Y luego, la culminación del camino jurídico del Opus Dei, y todo lo que nos fue guiando durante los años en los que fue el Padre.
Una vez escribió en una carta algo que me dejó impresionado. Más o menos decía lo siguiente: «Hijos míos, sólo pienso en nuestro Padre, en cómo serle más fiel; y en vosotros, en cómo ayudaros a ser más santos». Esto muestra la generosidad y calidad humana y sobrenatural del Beato Álvaro.
La segunda pregunta, ¿por qué en Madrid? la contestaré otro día.